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Si los objetivos de la Cumbre eran, de inicio, tan etéreos como insuficientes, parece improbable que se concreten en hechos
Ningún motivo sólido invita a concluir que la cumbre oficial sobre el clima recién celebrada en Madrid se apresta a producir resultados más saludables que los que permitieron forjar sus predecesoras. Si los objetivos eran, de inicio, tan etéreos como insuficientes, parece improbable que, aun en su modestia, se concreten en hechos. No soplan necesariamente mejores vientos, sin embargo, en lo que hace a la configuración de un polo contestatario que plante cara por igual a la miseria de los intereses privados y a la de los aparatos políticos y mediáticos que los apuntalan.
Cierto es que alrededor de ese polo se han hecho valer posiciones muy diversas que merecen juicios también diferentes. A su amparo han despuntado en los últimos meses, por lo demás, iniciativas interesantes que han colocado en el centro de muchas inquietudes la relativa al clima y han permitido movilizar, venturosamente, a muchos jóvenes. Mucho me temo, sin embargo, que lo uno y lo otro se han visto medio contrarrestados por una inquietante pérdida de masa crítica en lo que respecta a contenidos y demandas.
Las señales mayores de esa pérdida son, a mi entender, tres. La primera asume la forma de una concentración abusiva de la discusión en torno al cambio climático. Aunque la cuestión correspondiente exhibe un relieve difícilmente rebajable, malo sería que dejásemos en el olvido otra dimensión crucial del tétrico escenario presente, como es la relativa al progresivo agotamiento de las materias primas energéticas, y no sólo de las energéticas, que hoy en día empleamos. A ello se suman otras crisis que, de relieve aparentemente menor, podrían oficiar, sin embargo, como multiplicadores de las tensiones. Pienso en las que remiten a una demografía que golpea en singular a determinadas regiones del planeta; a los cuidados y, con ellos, a la marginación simbólica y material que siguen padeciendo tantas mujeres; a una delicadísima situación social que bien puede ahondarse al amparo de la extensión del hambre y de los problemas de acceso al agua; a la previsible expansión, y en su caso reaparición, de muchas enfermedades; a la caotización y la incertidumbre que surgen de un impresentable escenario financiero; a la proliferación de violencias varias entre las que se cuentan genuinas guerras de rapiña, o, en suma, y por dejarlo ahí, a la idolatría que siguen mereciendo el crecimiento económico y las tecnologías salvadoras. Creo yo que es imposible hablar de manera serena y concienzuda del cambio climático sin tomar en consideración al tiempo lo que acarrea este panorama de crisis múltiples.
La segunda señal, estrechamente relacionada con la anterior, es el olvido, tan común entre los habitantes del Norte rico, del escalofriante escenario que arrastran los países del Sur, un escenario fidedignamente retratado y denunciado, eso sí, por un sinfín de movimientos indígenas. Cuando, hace tres o cuatro años, trabajé en la redacción de un libro titulado Colapso, pronto me percaté de que algunas de las manifestaciones del concepto que daba aire a la obra tenían un carácter insorteablemente etnocéntrico. En el Norte del planeta entendemos con facilidad lo que invoca la palabra colapso por cuanto damos por descontado que todavía no estamos en el escenario correspondiente. Explicar qué es el colapso a una niña nacida en la franja de Gaza me parece, en cambio, extremadamente difícil. Esa niña no tiene la posibilidad de comparar el presente con algo que puede ocurrir en el futuro, toda vez que su vida ha sido, desde el momento inicial, un genuino colapso. Déjenme que en este terreno preciso rompa una lanza en favor de la vilipendiada Greta Thunberg, y que lo haga subrayando que, si es cierto que hasta el momento ha sido más bien liviana, por decir algo, su contestación de lo que significa el miserable capitalismo realmente existente, menudean en cambio en sus palabras, no sin alguna contradicción con lo anterior, las denuncias solidarias de lo que ocurre en el Sur del planeta.
Voy a por la tercera, y última, señal y lo hago rescatando una impresión que me asalta por momentos: buena parte del discurso que emiten algunos de los movimientos de reciente creación, y que repiten interesados muchos de nuestros medios de incomunicación, esquiva premeditadamente causas y efectos. Si uno rastrea lo que está por detrás de muchas declaraciones públicas, pareciera como si el cambio climático hubiese surgido, inopinadamente, de la nada y poco más reclamase que medidas que, relativamente hacederas, si se aplican con prontitud apenas vendrían a erosionar el nivel de vida de las gentes, aposentadas o no. El informativo de un canal de televisión batió días atrás un sonoro registro cuando consiguió hablar durante veinte minutos del cambio climático sin mencionar una sola vez la palabra capitalismo. El silencio correspondiente lo rellenan a menudo ingenuas peticiones dirigidas a nuestros gobernantes y encaminadas a que modifiquen su conducta. Se completa, en fin, con el firme designio de esquivar otras palabras –así, la mencionada colapso, que se reserva para describir lo que ocurre en el mar Menor, o la que identifica un incipiente ecofascismo- que al parecer se entiende que retratan escenarios catastrofistas poco estimulantes. Con colapso o sin él, con cumbres oficiales y sin ellas, el panorama es, sin embargo, extremadamente delicado y obliga a concluir que el planeta se nos va y que con él nos vamos nosotras.
Es verdad, y termino, que esos movimientos a los que me he referido unas líneas más arriba acaban de nacer y están a tiempo de ahondar en la realidad y de romper amarras con instancias que, de dudosa condición, se han entregado de siempre a manipulaciones groseras en provecho del capital y sus designios. Ojalá que no haya que aguardar a otra cumbre internacional para certificar que han hecho sus deberes al respecto.
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